miércoles, 20 de mayo de 2009

Minerva tiene un hermano. Ese hermano único y desconocido que es como ella, casi de la misma edad, de la misma morenez irónica, de la misma carne adónica.
Esto, en una novela de prótesis burguesa (alguien habló de esa manía burguesa de ordenarlo todo en forma de historia), daría lugar a un cansadísimo desarrollo argumental en que el hermano y la hermana caerían en incesto, o yo en vicio nefando, o todo a la vez.
Pero en la vida no es así, porque la novela, espejo a lo largo del camino, según un fraile que plagiaba a Stendhal, no hace sino esconder la realidad entre el camino y el espejo.
En la vida, los hermanos no se acuestan necesariamente con sus hermanas/réplica, ni los enamorados de la hermana descubrimos un día, que va mejor el rollo del hermano y que viene a ser lo mismo, porque es mentira, no viene a ser lo mismo.
Estamos hartos de novelas que falsean la vida pretendiendo explicarla, y por eso yo me limito a anotar aquí el dato en toda su elegancia: Minerva tiene un hermano dúplice que se prestaría a mil vodeviles psicológicos en un autor psicologista. Pero la vida es más elegante, sí, que los novelistas obligados al compromiso burgués de la novela, y estos casos se dan todos los días y no pasa nada, y el hermano y la hermana están ahí, y yo asisto de lejos/cerca a ese paralelismo, a ese cariño, a esa semejanza/desemejanza y al buen gusto y el buen pulso de la vida, que deja las cosas simétricamente ordenadas, sin enfollonarlas de folletín follón.
No conozco al hermano, ni quiero, porque entonces (ya he tenido otras experiencias) el ser único ya no nos sabe a único, sino que lo recordamos repetido, aunque no haya confusión posible entre la carne del hermano y la carne de la hermana. Sólo hay confusiones voluntarias.
Minerva tiene un hermano al que quiere mucho. Es el amor de lo igual por lo igual. Juntos hablan de la extinción de las ballenas, juntos se ríen de la redicha televisión. Sería tan fácil con esto una prótesis argumental de dentista literario. Pero respetamos la pura linealidad de la vida, cuando se da.
No sólo porque la verdad sea más honrada, sino, sobretodo, porque es más literaria. La casta paridad hermano/hermana no me parece un ejemplo ético, sino un milagro estético. La blanca distancia entre uno y otro no hay que emborronarla de literatura. Ni siquiera de mi literatura.

martes, 29 de julio de 2008

Creo haber escrito en mi diario que amar a un hombre es la capacidad de ir amando a los sucesivos hombres que de él saca el tiempo. Hoy pienso que hay que amar también -y entender- a los hombres simultáneos que hay en un hombre, al entrecruce masculino de razas, épocas, costumbres, modas, edades, que rota en cada muchacho.
Cada hombre es un gineceo.
Cada pareja es una multitud. Cada día sale un hombre nuevo, una mujer nueva, una pareja nueva, de la pareja. El que ahora manda es lo que más veo cuando no te veo, y no sé por qué, ni de qué, ni cómo, de pronto, todos los otros que sos se resumieron en ese chico que no veo, que se acuesta en la cama de una plaza como posando ante los pintores, mientras lee The Great Shark Hunt.
La genealogía de tu sangre es lo que más se te enciende cuando te encendés.
Hay cosas que de tan evidentes tarda uno en verlas. La conquista de lo evidente está reservada, casi, a los videntes. Pelo ondulado, ojos que miran hacia la otra orilla más oscura del mar, labios de fruta interior a lo interior de la negridad, que negritud es ya una palabra política.
Sangre sombría que enronquece tu garganta. Eso es lo que te sale a veces, como a mí me sale la insólita. ¿Quién somos, de todos los que somos? La suma de todos da el que no somos. Quizá, ese, esa, seamos.
Es -sos- como una lección de Historia. ¿Está toda la Historia en cada individuo?
A mí sólo me interesa lo que puede aprenderse de tu cuerpo.

sábado, 19 de julio de 2008

Había que verla, vestida de hospiciana de lujo, de huérfana con ínfulas, de enlutada de folletín, con cara de lámina inglesa, pasando como un dulce fantasma de tabaco y música por entre las procelas de la burocracia y el perfume de crimen sin resolver que tienen algunas habitaciones. La acusan desde la vida y ella sigue hablando desde la muerte.
Los gitanos robagallinas cantan su condena en el pasillo.
Contesta a los interrogatorios burocráticos y judiciales como una muerta adolescente le contestaría al médico que intenta hacerle una autopsia verbal.
-La voy a disculpar, Señorita, por ser la primera vez.
-Si no es la primera vez.
Comprendo que así no hay manera .
Empieza a aburrirse y ya no presta atención a los sumarios, sino al Cristo del juez, que sin duda no le gusta nada estéticamente, y fuma con dedos larguísimos y temblorosos de más allá un Marlboro que ilumina la Administración de oro y libertad.
Ella, inahaprensible para mí en todo esto que escribo, viñeta de unas hojas amarillas, capitular entintada de cada aventura que escribo, y que es cada día, no es posible que quede aprehendida por unos funcionarios alopécicos con la Quiniela asomándoles, como una pañuelo fino, por el bolsillo de arriba del saco.
Le preguntan, inquieren, concretan, determinan, lo llenan todo de fechas y datos, pero ella se les escapa, cómo no se les va a escapar. Si no cabe en un texto mío, qué mierda va a caber en un expediente mecanografiado con una Underwood que suena a metralleta de guerra.
-¿Vive sola?
-Con Buster Keaton, Bogie, Virginia Woolf, Dylan Thomas, Nijinsky, Alicia, Lewis Carroll, Pasolini y un gato.
-¿Subalquilan?
-Más o menos.
-Extranjeros. Tendrán los documentos en regla.
-Eso pregúnteselo a ellos.
-Y el gato, ¿consta en el registro de animales domésticos?
-No es un animal doméstico, es prehistórico.
-Puede conservarlo.
-Lo iba a conservar de todas formas.
-Señorita, por favor, déjeme terminar el atestado.
“Atestado”, qué palabra. Se supone que esto está todo atestado de gente, que el atestado nos atesta de datos innecesarios y suposiciones gratuitas, formularias y antojadizas.
-¿Estudia algo?
-Poesía metafísica inglesa libre y Paraísos artificiales.
-¿Va puntualmente a clase?
-Voy, pero no puntualmente. No me gustan los adverbios de modo.
-Veo que es una joven culta. ¿Qué le ha inducido a la muerte?
-La vida.
-Usted es bella.
-Porque no madrugo. Ustedes, hoy, me han hecho madrugar.
-Casi vamos a tener que pedirle disculpas.
-También se las pedían a los que iban a quemar en la Hoguera.
El funcionario es un hombre delgado que engordó. Es un hombre de hermoso pelo que se quedó pelado. Es un simpático con un oficio antipático. Todos estos desajustes lo dejan raro, lamentable, desazonante como una foto movida.
-Firme aquí y le avisaremos.
Los gitanos robagallinas, por los pasillos de mármol, cantan entre abogados y cadáveres, el martirio de su condena.

lunes, 7 de julio de 2008

Se despierta en una conspiración de frío y teléfonos y luego va a la ducha helada, deja que el mes haga presa en su cuerpo, mira cómo el frío canta entre sus muslos.
Grabado abrileño, el cielo es un laberinto de patios interiores. Y la niña desnuda, hace cafés, tés, nesquik, le da al gato paté caro y observo sus idas y venidas, la naturalidad adolescente con que su pelo, su cabeza Salcillo y sus pies puros recorren la costumbre entra platos caidos y prospectos.
Se viste de hospiciana oscura, como nena de Dickens, con pollera y medias negras, o se viste de punk, con vaqueros cansados y Doctor Martens; o se viste de niña de provincias, una cosa tras la otra, delante del espejo, hasta que al final se viste de Álvaro Cunqueiro, y luego lo desecha y va de princesita pintada por Ucello, que les ponía a los caballos las dos patas de un lado moviéndose al unísino, el antitrote, y, por eso mismo, los más bellos y líricos e imposibles caballos de lo équido, los que trotan por siempre en la pintura:
-Me gustaría cogerme un caballo-dice ella.
El gato la sigue a todas partes.
Cuando va a clase, con serpentinas y libros de bichos, nada que se relacione con la asignatura, la Hola para ver a las princesitas y sus embarazos, yo me quedo pensando que es criatura.
Sola entre cuatro gritos, leo diarios meados por el gato y pienso en ella, vestida por Ucello de morados celestes para viajar con los universitarios. Cuando el profesor le pregunta algo, se pone los anteojos de Johnny Cash, de pie tras su pupitre vestida de madonina, y le dice sonetos de Petrarca al profesor pelado, que sólo ha preguntado sobre la declinación latina declinante.

jueves, 1 de mayo de 2008

El mundo está lleno de amarillos distintos

Se compró un vestido amarillo de 10 pesos. Nunca se viera princesita de bosque, hada mejor vestida dentro de su cuento.
Ha habido que encontrar el amarillo, claro.
Y entonces es cuando uno comprueba que el mundo está lleno de amarillos equivocados.
Ella también sabe muy bien el amarillo que busca, que buscamos. El amarillo/amarillo. Ese amarillo pálido, y tan vivo, que está a punto de dejar de ser amarillo, y que nada tiene que ver con la etimología amargo/amarillo, y que es una etimología hepática, como todas las etimologías.
Es como cuando fuimos a comprar una malla roja, para que se bañase, le queda dulcemente agresivo sobre el pálido de su piel. Ella se asomaba desnuda desde el probador:
-Vení a ver cómo me queda, dale.
Y yo era un poste oscuro, entre las mujeres con alpargata de plástico y cadera de piedra que se quieren comprar una malla en diciembre. Y ella estaba esbeltizada en su esbeltez por la confusión de compradoras de pierna corta y llegaderos desnudos de pecho machiembrado y maternizado. Comprendí aquel día de la malla roja lo que ella tiene de más mujer y menos mujer que nosotras las demás, al mismo tiempo, y lo delgada que es su vida entre los excesivos nutrientes de las otras.
Con el vestido amarillo, poco más o poco menos:
-¿Me quedan los breteles?
-Te quedan.
-¿Me quedan los bolsillitos?
-Te quedan.
Bolsillos de frunce romántico, jaretas en la falda. Al fin la miré vestida de amarillo matinal. Yo creo que le gustaba.
A la salida, San Isidoro se puso de abrecoches para buscarles taxi a las compradoras llenas de paquetes, que otro oficio no le queda ya en este mundo y este siglo: le di un sudado billete de 10 pesos y él nos bendijo con dos dedos cuando el taxi partía hacia el calor.
Se compró un vestido amarillo y ya tenemos el amarillo en casa, cuando lo que apenas hay es casa. Es el amarillo que veníamos buscando todos, el amarillo que puede darle color a la mudanza.
En cocteles, movida, entre el homosexual de horquilla y erudición cinematográfica, entre los altos mozos de corbata lila, entre los abogados que fuman porro con boquilla, ella es la más suave sombra del verano que se fue.

martes, 29 de abril de 2008

Leaves out of the Book of Satan

Él ha dejado el ticket del subte dentro del libro, por comodidad, por olvido o como señal. Uno no es más que la señal que ha puesto alguien en las páginas del libro de la propia vida, ese tomo de tiempo que alguien va leyendo por nosotros. Cuando se termine la lectura, se arrojará la señal: habremos muerto. Algo así.
La literatura del ticket del subte, su castellano subterráneo, su laconismo para pobres, su tono inapelable -"consérvese hasta la salida"-, es como un panfleto mínimo entre la prosa y el verso, maleza de oro. El ticket sería como una pequeña blasfemia entre tanta arboleda literaria, si no fuese un pétalo gris de la vida en rosa del muchacho.
Decido quedarme con el ticket y con el libro. Respeto estos azares del azar fanáticamente, como André Breton respetaba las erratas de imprenta. No porque crea en la magia del azar, sino porque creo en la magia de lo sin magia.
Afuera, en la noche, en la calle, en los parques, la pólvora y la primavera se observan a distancia.
Puedo verte, imaginarte, en las convalecencias blancas de la lejanía. Por alguna razón entran muchas niñas en tu casa. Quizá un familiar que es médico o una tía que es enfermera. o quizá pases tus temporadas de mar en la leprosería dulce de la infancia.
Puedo verte, ahora que no estás, tal como te me describiste a vos mismo, en un lecho de rosas blancas y caracoles antiguos, sentado contra la almohada, la cabeza yugulada de palidez y los brazos extendidos en la colcha, con un libro amarillo, del color de estas hojas, donde se lee esto mismo que estoy escribiendo.
Niñas de tez morena y pecho enfermo, niñas dulcemente foragidas, catarrosas niñas que ha dado a luz el mar, o un naranjo azul, niñas de la mano del día, niñas que van y vienen por la casa y se dejan vestir y desnudar y quieren acercarse hasta tu lecho, para que vos las beses, como algunos niños se acercan a besar a un muerto, y sobre todo para verte de cerca, que sos algo así como lo nunca visto, como un puñado de hierba más los ojos malignos.
Puedo verte, imaginarte en tus convalecencias, vacaciones, fiebres, fumando y leyendo, poniéndote o quitándote las gafas, según que el color del día te guste o no te guste, mientras miles de niñas, una riada de niñas, corren por los pasillos de tu casa, patinan en el pasamanos, se caen por la escalera, lloran de susto al ver el calendario y finalmente se van, cada una con su rosa pequeña de salud en el pecho, o se las lleva el mar, como las trajo, el gran mar del invierno, cálido y holgazán como un pescador que no salió a pescar.
Puedo verte si observo fijamente la luz cruda del día, hasta que mi mirada va madurando el sol y tornando esta luz en el pomelo tierno que es la luz de su costa. Puedo ver tu porro, el libro transparente que estás leyendo y la flor amarilla, grande, abierta que se te trasluce en el pecho, en el ¿alma?

M

Cuando aspiraba popper sentía que la cabeza se le volaba hasta el techo, como esos globos con mucho gas, y allí se quedaba su cabecita, como un lujo del artesonado, oscilando vagamente de la sombra de la melena a la sombra de las alturas, mietras sus ojos de niño listo asfixiado por un sátiro en el bosque lácteo, miraban al cielo con lo blanco, o me miraban a mí con lo negro, tendida como estaba yo en la cama, con la campera puesta, leyendo a Colette en un tomo de obras completas que yo misma le había regalado. Le gustaba Colette.
-Dice Colette que al servir el té hay que derramar un poco- habló su cabeza desde el techo-, porque hacerlo bien es de camarero. Es finísimo.
M. tenía el cuello largo como el de algunas esculturas clásicas rotas y empalmadas, a las cuales el empalme les ha dado una esbeltez de cuello que ya es modernidad, belleza moderna y baudeleriana que nunca habría soñado el clásico.
M. tenía los pies más esbeltoo que breves, bellos en todo caso y de un pisar como de modelo de Loewe, incluso cuando se ponía las botas de trapo de jugar al básket, cosa a la que él no jugaba, como a ninguna otra.
M. en el amor se dejaba puestas las blancas medías ásperas de colegial encalcetinado hasta la rodilla purísima y había en ese momento de desesperación erótica en que yo, cion una mano libre, le desnudaba uno de los pies y a él le gustaba tanto. Así era M.
Tus pies son como otras manos. Tan dibujados, tan terminados, tan esbeltos y exentos como unas manos. Si él escribiese o dibujase o hiciera punto con los pies, estoy segura de que lo suyo sería una prosa insólita, una estética nunca vista, una textura nueva, única, pedestre, agreste. Alguna vez se lo he dicho:
-Los exámenes escritos tenés que hacerlos con los pies.
Nunca lo he visto agarrar una lapicera con el pie izquierdo, ni creo que sepa, pero la caligrafía que le saliese, mediante ese modo de escritura, sería por si misma fascinante para el docente.
-Te aprobarían por asombro. Aparte de que sabemos cómo discurren nuestras manos, al escribir una carta por ejemplo, pero habría que leer las cartas que se pueden escribir con los pies.
Son unos pies que van pisando siempre, uno delante del otro, la senda estrecha que atraviesa el bosque de su vida, y que sólo él ve.
-Tenés andares de modelo.
-Andá a la mierda.
Con zapatos elegantísimos (que él se pone en contraste con unos jeans impresentables), sus pies van como dos palomas que saben el camino.
Con sandalias planas, sólo un hilo de oro entre dos dedos desnudos, sus pies dejan un rastro de Grecia y Roma en que Grecia y Roma sólo son dos diarios arugados en el viento de la calle.
Con soquetes gordos, blancos y rojos, de colegial, sus pies se infantilizan, embotan su esbeltez en nieve gélida. Lo que más me gustaba, claro, era cuando sólo se dejaba las medias para hacer el amor, y había en ese momento en que le arrancaba uno de ellos, sin mirar, para trenzar mi mano con su pie. Era como despellejar de amor a un niño párvulo.
Pero sus pies, naturalmente, van siempre descalzos. En las cenas, en los gigs, las noches charoladas, los días de invierno y botas, yo puedo sentir, saber que dos pies descalzos, como dos peces desnudos, juegan lejos de mí. Y cuando anda descalzo de verdad, por su casa o por la calle, qué sandalias de oro ondean la cinta en su tobillo.
-Si te viera Andy Warhol- dije.
-¿Lo conocés personalmente?- me preguntó vagamente ilusionado.
-No, claro.

Nijinski, Cocteau, Modigliani, los efebos, Alicia y Virginia Woolf se habían metido en los armarios a jugar a las cartas como todos los domingos. Nosotros hicimos el amor mientras el gato reposaba en un almohadón con forma de gato.

Orgía cosmética

Hay días en que me lavo la cabeza con mucha frecuencia, y lo mío es una orgía de jabones, geles, champúes, cosas que me robo en el súper, cosas que me regala el farmaceútico, que está enamorado de mí y me llama "flor de la mañana" y así y yo me pongo muy deprimida por gustar tanto a esta clase de personas:

-Ya sólo triunfo con pelotudos. Debo estar gordísima.

Para pasar la depresión, me lavo la cabeza, desnuda toda en la ducha, dejando que los lujos para el cabello me resbalen por todo el cuerpo, en un hermoso e inseguro recorrido que siempre olvida un copo de espuma en un pezón o en una axila, como una batalla perdida o ganada, más la frontera de nieve que se acumula en el borde del pubis, como las fronteras naturales que se acumularon en el invierno de Rusia, dejando a Hitler y a Napoleón varados en la blancura incorporada, saludándose cada uno en su idioma, derrotados, desconcertados y sin entenderse (algo así deduzco del libro de Historia que estoy leyendo, mientras me lavo la cabezay de paso me ducho, o a la inversa).
Nunca me seco la cabeza, ni me la peino, de modo que lo que soy durante todo el día es una fuente romana con la melena de piedra mojada por el agua y el viento de los turistas.
Quizás, si hay sol, me pongo un rato en el quicio de la ventana, o en la terraza, con el gato en el regazo, y el sol me peluqueriza mis cabellos de angel de Pasolini, una selva negra, salvaje, joven y hermosa donde para aliviar un poco de tanta fiereza, me pongo una cinta en lazo.
A la noche, en la cueva/cárcel de música y afgano que es mi cuarto, cuando duermo mis sueños despiertos, se respira esa humedad de pelo, todavía, y me vuelve de golpe, en la mitad del túnel de la noche, la lámina en contraste de mi desnudo al sol -quicio de la ventana- cuando la luz sacaba esquinas a mis caderas (apenas esquinadas) y el sol volvía a ser negro, como lo es en su origen de carbón, en mi melena negra de niña.

El invierno, vos lo recordás, fue aquel café con música de jazz y con cianóticos, el muchacho que se sacaba la cabeza, la ponía a un lado, y tenía otra debajo y seguía hablando, el anciano de harapos y conceptos que se dejaba presidir por el reloj socrático del lunes, la luz de las tortillas, la pipa de Magritte aún no especificada por Foucault , homosexuales de buzo muy rojo, con el vello asqueroso, nemeroso, por el mentón infiel, tan inseguro, o la larga noche de té con limón, que nos regodeaba el corazón y nos llenaba la memoria de amargor. El invierno, Nicolás.
La flamboyante claridad de media noche, cada cual en su globo, cada cual con su mono, un vendedor de cabezas cortadas, sangre de acuarela, anilinas proféticas de una bohemia ya con otro nombre, el que dice unos versos de amor sin convicción, y la pareja negra, de gran fieltro, de la chica linda, armoniosa de ignorancias y el que estaba en el inodoro, con el pantalón ni subido ni bajado, escribiendo hijo de puta, qué buena estás, celia, políticos de mierda, y la A de anarquía, que metía en un redondel insuficiente, encerrando su noche, su destino, el mal pulso ya eterno de su corta vida, en ese redondel definitivo, del que la A se le escapaba como una mariposa que se vuela del cazamariposas más tonto.
Mariposas del tiempo en torno del frondor de los relojes, que orientaban la noche como brújulas equivocadas, el que tenía una pierna sobre el mostrador, desconyuntada, para agarrarla luego a la salida, como si fuese una muleta, y el jazz en la tarima, naciendo muerto del piano hueco, de la trompeta ciega, del gran violón que un funcionario tocaba sin quitarle la funda, pasándole el arco, adivinatoriamente, por encima. qué música enfundada, qué música tan a oscuras daba el cello, o como eso se llame.
El invierno, Nicolás, amor, vos lo recordás, fue ese café, ese patio con guardias y con drogas, esa plaza de maderamen de oro, ese refugio lento, en que cupimos. Vos tan lleno de música y de miedo, yo tan sorda a la música pero escuchando musicalmente el miedo, que nacía del piano, de la hora, de la pipa/Magritte, del Foucault no leido, del bolsillo. Fue todo eso, y nuestras manos abrazadas debajo del sarcófago azul de la cerveza.

Estoy presa de un brujo, Nicolás, amor, estoy presa en el castillo de un libro, como a veces me ocurre, y sólo vos podrías -hada de gafas y manos de has- rescatarme del hechizo/encantamiento.
El brujo es alemán, como todos los brujos, el brujo es centroeuropeo y se llama Teodoro, Theodor W. Adorno, y me tiene estos días, Nicolás, amor, en el castillo de su libro, mientras que vos estás lejos, y nada podés hacer contra la tiranía dialéctica del tipo.
Teoría Estética se llama el castillo, el libro, la trampa, y dado que es obra póstuma y sin corregir, mi carcelero participa así de una doble condición de muerto/vivo, acude a mejorar su manuscrito (inmejorable, salvo el razonable prurito de racionalizarlo todo - como a vos te gusta- dentro del irracionalismo artístico)
El muerto, sí, asoma por los descuidos del vivo, me mira por las rendijas de la prosa, allí dónde desfalleció o se distrajo el filósofo/brujo, mirando para una música de bach. el muerto me alimenta y el brujo me amedrenta, nicolás, amor, y escucho con mis ojos a los vivos, pero ni vos ni baudelaire ni nadie acuden a librarme de la cárcel del libro, del libro carcelario, todo de rejas dialécticas y pasillos como largos capítulos.

lunes, 28 de abril de 2008

TOS

Los bronquíticos. La bronquitis es una multitud. Cuando tengo bronquitis y toso, es como si apaleasen una alfombra histórica: miles de cuerpos mediocres, de yoes escondidos se desprenden de mí, quedan indecisos en el aire de diciembre.
Cuando estoy sana, soy yo sola. Bronquítica soy una multitud. Una multitud compacta, acantonada en mí, acuartelada en mi pecho, una horda de tiñosos, una turbia turba de harapientos que se esparcen en torno y me dan corte y rubor. Los bronquíticos viven en uno como los bacilos de la bronquitis.
Lo que quieren es quilombo, que yo tosa mucho, para hacerse notar ellos, salir al exterior, ir y venir. Todos mis yoes frustrados, oscuros, enfermos, miedosos, mediocres, tontos, acatarrados, viven la fiesta de la bronquitis, la bronquitis como una fiesta.
Si me pongo a trabajar y toso, los bronquíticos, como peregrinos medievales y juerguistas de la Vía Láctea, me lo revuelven todo, me escupen los papeles, tiñen de ocre/verde de esputo el amarillo matinal de estas hojas (amarillo que nunca verás, N.)
Si asisto a un almuerzo o cena elegante, los bronquíticos me dejan mal parada, tosen en los platos, gargajean por sobre el manjar de la señorita de al lado:
-Parece mentira, Valdez, ya vino usted con todos sus rojos.
Y a ver cómo le explico yo a la marquesa de los miércoles que no son rojos, sino bronquíticos, la Internacional de los bronquíticos.
Se ponen tan insoportables y tan salidos que al final me voy, con todos ellos embozados en mi bufanda roja, a visitarte, que sos quién esconde mis medicinas, junto a los hermosos huevos de oro, en una cómoda de tu casa incómoda.
Vos, como siempre, querés hablar de Keats e incluso de Yeats, contar cosas de tu lejana familia de La Plata, o la última canción que compusiste, o del último cuento que te inventaste sobre el gato, que dormita en un almohadón que tiene bordado un gato. Pero los bronquíticos se impacientan, no están para historias, sólo quieren echarse un polvo.
No son infinitamente escuchadores de tus cosas, como yo.
Hasta que, mirándome con amor, sacás de algún cajón mis medicinas y entonces los trescientos bronquíticos, uno por uno, nos vamos beneficiando de vos y tenemos una fiesta sexual sucia, intensa y mediocre. Ya de madrugada, yo, desnuda y con una cinta cadmio en el pelo, les voy dando nesquik a todos los bronquíticos, a vos y a mí misma, y todos tosemos dulcemente en sueños, comida de bacilos nuestra alma barroca.

Refriega de Narices

A veces, de tarde en tarde, él y yo probábamos la aventura del gran hotel, pedíamos habitación o suite en un gran hotel de la ciudad, como matriculándonos en la asignatura del vivir bien.
Eran unos días de laberinto interior, de subir y bajar en los montacargas de los platos, por asombrar mucamas y gobernantas, de coger en los ascensores, mientras todos los japoneses de Japón, en su isla rectangular de espejos, reian con su risa de palitos y nos hacían reverencias aprobatorias que no sé muy bien si se refieren a mi bella anatomía, a la eficacia de la gestión sexual de mi compañero o al rito en si mismo, ya que los japoneses son tan rituales y quizá consideren very typical esto de coger en los grandes ascensores a la vista de la clientela y con gran incremento (momentáneo) del turismo y sus ministerios.
Es un viaje remoto al centro de la ciudad, a esa cosa manhattánica que tiene todo hotel moderno (los antiguos no son aptos para el caso, por pequeños como pensiones de viuda).
Nos pasamos los días en la habitación, primero cogiendo en una cama y después en la otra (siempre hay dos camas), y luego en la alfombra, en la terraza, en el baño, lleno o vacío, en la ducha, cerrada o abierta, en el armario, tirando toda la ropa al suelo.
Finalmente, saco cosas frías de la heladera, me las tiro en el cuerpo y por un momento tengo las formas de una gran botella de coca-cola, o tengo gusto a Shweppes.
Las camareras y los camareros, el primer día, no reparan en nosotros, pero al segundo ya nos miran con recelo, al tercero con mudo reproche, y al cuarto con terro, convencidos de que somos dos maníacos sexuales y criminales, convencidos de que yo lo voy a asesinar a él o él a mí, con una fanta rota y mellada, de modo que prefieren no entrar en la habitación a hacer las camas ni a nada, por no ser nadie el primero que se encuentre el cadáver o los cadáveres ensangrentados, embalsamados de hilo musical y con un libro en la mano.
Así nos dejan en paz.
Estamos lejísimo de la ciudad sin habernos movido del sitio. Nunca ,en nuestros viajes verdaderos, habíamos ido tan lejos.
El gran hotel tiene siempre un clima de alfombra pesada que nos momifica a todos, y hay que defenderse contra eso leyendo muchos libros de Deleuze, de Lacan, de gente que uno no entiende nada, para acumular desesperación y saltar de una cama a otra, cruzándonos en el salto, hasta que acertamos con el abrazo y caemos trenzados y desnudos sobre la alfombra intermedia, hasta recuperar la dulzura del amor burgués, los muchos metros cuadrados de cama y hasta una punta de sol, como una punta de alfombra del revés, o de colcha rosa, rozándonos un pie.
Digamos que lo nuestro era la contraluna de miel. Lo contrario de lo que hacen los recién casados en un hotel, que es creerse súbditos del mobiliario y la sociedad anónima, comportarse razonablemente, coger sin manchar las sábanas (y mucho menos el empapelado de las paredes) y bañarse continuamente para que parezca que no han estado ahí.
Solíamos irnos de noche, muy tarde, cuando un empleado nocturno, lleno de sueño, que no sabía nada de nuestro amor diurno, nos cobraba la cuenta que le daba la computadora. Es hermoso para mí saber que dentro del gran edificio racionalizado en forma de caja de cigarrillos, quedaba, allá atrás, allá arriba, una hoguera de whisky y has, un tornado de sexo y coca-cola, una viña loca de amor y espejos estrellados de agua tónica. En lo que pensaba en el taxi de madrugada, mientras me besaba en el cuello y escondía en mi melena la nariz europea que no tiene, porque en las refriegas había perdido la nariz.

Alfabeto

Mirá, a Romeo, como sabrás (fijate en Shakespeare), le bastó con venitisiete palabras para besar en la boca a Julieta.
Yo llevo gastadas en este diario miles de palabras, supongo, y no es que no te haya besado en la boca (y en todo el cuerpo, que lo nuestro empezó con un beso), sino que tengo la sensación (lo da la ausencia) de no haberte besado nunca. Todo mal.
¿Te tuve alguna vez? En todo caso, tengo conciencia de que vos me tuviste a mí. Y sin palabras, o hablando de otra cosa. Cada día está más claro que yo soy Verlaine y vos Rimbaud. O para poner un ejemplo más honesto, que yo soy Santa Teresa y vos, el ángel transverberador.
Ya otras veces lo anoté en este diario.

Pero, por qué este derroche de palabras para decirte? Bueno, ni siquiera está claro que este diario verse sobre vos, vaya dedicado a vos, ni siquiera está en limpio que su amarillo te ilumine o que tu amarillo lo ilumine. Escribí otros diarios íntimos. Quizá no ha escrito uno otra cosa que diarios íntimos, porque son el único género (o ausencia de género) en que la literatura florece pura, literatura sin el melodramatismo de la novela/novela.
No hay que olvidar que melodrama no es otra cosa que un drama con música. En nuestra vida hay más música que drama, porque en tu bandeja siempre suena algo, y al drama preferimos callarlo (ya era hora).
Veintisiete palabras, Rimbaud/Julieta ¿Rimbaud/Romeo? En el teclado de mi máquina cuento veintisiete letras. Con esa sola palabra de veintisiete letras que es el abecedario te lo quiero y puedo decir todo:
-Abcdefghijklmnñopqrstuvwxyz.
Ya está.
Queda como una declaración de amor en ruso.
Pero superé la marca de Romeo. Veintisiete palabras es una bocha, aunque sean de Shakespeare. (Sobre todo si son de Shakespeare.)
Veintisiete letras. Las que hay. Y ya está. En este jeroglífico de los egipcios descoloridos que somos, está toda la literatura, toda la filosofía, toda la poesía, están Quevedo y García Lorca, Borges y Garcilazo, Baudelaire y Perse. En ese jeroglífico colegial, infantil para nosotros, infinitamente enigmático para un chino o un marciano, estamos vos y yo, amortajados como dos perfiles de Pompeya sobre el barro cocido del habla popular.
Como dos príncipes persas.
Como dos vasijas precolombinas de huesos macho y hembra.
Nuestro abecedario nos embalsama y nunca pensamos en eso. Nos embalsama, sobre todo, a quienes lo usamos tanto. Así estamos, pibe, en esa palabra de veintisiete letras, códice indescifrable, grafito del siglo XXI, que es un siglo cualquiera, palimpsesto de una civilización que ya pasó y ni nos enteramos.
Así estamos vos y yo, descifrados e indescifrables, como la eterna ninfa y el eterno fauno de todas las culturas. Alguien, nadie, quizá el dedo de la nada, nos deslindará un día como línea pura.
Dibujados.
De perfil.

verdefelicidad

Tengo miedo, no miedo a la muerte (me he suicidado varias veces, en un ir y venir de la muerte que me parece ya conté) sino miedo a la vida. Pienso y digo que a los 24 voy a ser una vieja y a los 25 un fósil.
Tengo, como tenemos todos de jóvenes, el fanatismo de mi juventud. Quiero ganarle al tiempo por la mano mediante la muerte o la indiferencia, según. El joven está deseando dejar de serlo, porque la juventud, la adolescencia, no son sino las últimas enfermedades infantiles del adulto, pero, a la par, el joven es el gran patriota de la juventud. Tengo miedo a la vida, lo cual es mucho más heroico, más hermoso, generoso y lírico que el mezquino miedo a la muerte. Hasta los veinticinco años se vive el miedo a la vida (envejecimiendo, inseguridad). A partir de los treinta (no sé bien lo que pasa en esos cinco años intermedios) se tiene miedo a la muerte, y entonces, claro, es cuando está uno ya muerto. Sufro la belleza perdida como si la hubiese perdido ya.
Esto, en otra criatura, sería vanidad, superficialidad. En mí es una cosa existencial y revolté. ¿Por qué envejecer y para qué? Busco en los espejos la mujer venidera que seré, salgo al encuentro de la mujer madura por el pasillo del espejo:
-¿Estoy amarilla, no?
-Verdeamarilla. Lorquiana.
Digamos que me visita todos los días, o casi, la vieja dama que de ninguna manera quiero ser. Viene por los espejos y se sienta a charlar conmigo. Parece que hacemos un pacto, pero el pacto es la vejez o la muerte. Y entonces me tomo un frasco entero de algo. Estamos de visita, las dos, tomamos juntas un té letal y luego una amortaja a la otra, según los días.
-¿Me salió una arruga, no?
-Y además estás verde.
Verde anfeta, verde has, verdedroga, verdesueño, verdenoche, verdeloca, verdeverde, verderronca, verdebella, verdelúcida, verdetate, verdeporro, verdevino, verdeorgasmo, verdeverso, verdeprosa, verdeodio, verdemuerte, verdevida, verdemía, verdesuya, verdecarta, verdesexo, verdeoro, verdenegra (no verdinegra), verdeniña, verdelorca, verdelejos, verdecerca, verdelibro, verdebeso, verdeboca, verdeborde, verdecoca, verdecoco, verde como mi gato verde.
Hasta que el verde, como siempre, se me va serenando en amarillo.

Psicodelia Punk

Sos tan delgado, amor, que tus dolores salen fuera de vos, se pasean por la habitación, respiran un poco, hacen gimnasia, porque se encuentran ahogados dentro de tu cuerpo. Sos tan delgado que no tenés cuerpo para el dolor, y por eso, quizá, siempre un dolor te aureola, te ronda, te sigue, te ilumina.
Es un dolor que no ha encontrado lugar donde dolerte.
Sos tan delgado que los placeres también te desbordan, crean en torno un encaje de risa, un champagne de cotillón, una felicidad de ojos abiertos, porque nada toma cuerpo en tu cuerpo incorpóreo, y lo suntuoso que hay en vos , tras tuyo, es ese cortejo de dolores, placeres, inquietudes, orgasmos, alegrías, tristezas, sorpresas, compresas, documentos, cosas que no te caben entre el pecho que no tenés y la espalda que tampoco tenés. Sos tan delgado que no le das cuerpo a la delgadez.
Tu delgadez delgada es como la ola que el mar proyecta y nunca se lleva a cabo, porque siempre le sale otra ola más pictórica y violenta. Tu delgadez es como esa curva de luz que entresueñaa la luz, en sus primeros delirios de abril, el lugar donde la luz y sombra tendrían que confundirse, como en la buena pintura de los antiguos. Pero no hay línea, no hay sitio, no hay claroscuro, y la sombra y la luz andan perdidas, desencontradas, porque son como dos viudas que se citaron para hablar de sus "viudedades", y vos sos el nene malo que las burla y equivoca---qué risa, las viejas.
Eso sos, eso sos, y sólo tomás cuerpo cuando te crece el alma, como leche hervida que rebosa al fuego, y entonces hay en vos tanta cosa corporal que hasta parece que tenés un cuerpo, cuando lo que tenés en realidad es es un alma que ha engordado de porro, psicodelia punk y bajón. Me parece.
Sos tan delgado que mis manos, más que acariciar tus formas, las inventaban, las creaban, las imaginaban, hasta el punto de que tu vientre, cuando por fin se remansaba en leve configuración de vientre, era un sobresalto para mi tacto.
Sos tan delgado que a tu lado se vive un mundo hipertrofiado, voluminoso, sudante. Sos tan delgado que estás siempre en la línea de desaparecer.
A la mañana siguiente, cuando nos despertamos, hiciste bolas con la nieve que había quedado -nata de nieve- en el alero de la ventana, y las dejaste caer hasta allá abajo, a un fondo vagamente industrial con cielo de uralita y dibujo, también de nieve.
Cada astro caído de tu mano, vertical y pesado, en una caída que da la dimensión exacta del día y la velocidad quieta del cielo, se estrella contra la nieve de abajo y la uralita, dejando un estallido negro, inseperado y no visto en la profundidad lóbrega de lo blanco. Pasaste horas produciendo y mirando este planetario de estrellas inversas sobre un techo industrial de las traseras de la ciudad. Sólo desde acá arriba podemos ver el milagro en su belleza invernal y casual, mientras que la sombría bandera de la continuidad se despliega vastamente sobre Mar del Plata.

Mundos de Liana y Sombra

Edgardo iba al cine y se encontró un pájaro, un gorrión caido de un árbol como un fruto de ceniza y plumas, maduro ya de muerte.
Pero Edgardo agarró el pájaro en sus manos finas, lo puso contra su pecho tenue, le dio el calor del cine y de su cuerpo, y el pájaro despertó y se le fue por una selva fea de pies espectadores, como en un Magritte de sesión continua. Edgardo recuperó el pájaro, lo llevó a su casa, le dio de picotear migas de magdalena y cuidó de que no se lo comiera el gato.
Cuando la libertad del gorrión se estrellaba ya contra la mentira del vidrio de la ventana, Edgardo le abrió el cielo. Hemos perdido un pájaro y hemos ganado un recuerdo leve, pequeño. El gorrión callejero, marplatense y contaminado, queda bordado para siempre en los almohadones de oro que Edgardo nunca bordará.
No borda, Edgardo, pero me cosió un botón de la campera. Le pedí que lo hiciera para andar más defendida en el invierno, y sobre todo, para andar defendida mediante sus manos, más epistolares que costureras. De todos modos, lo hizo muy bien y cada vez que me abrocho contra el viento de la calle, es mi amigo quien me abrocha, aunque vaya yo sola. Lo que pasa es que el día del pájaro, para que no se le escapara, le pidió a un yonkie vecino que le abriera la puerta del departamento, y el yonkie entró con el pájaro y pretendía enseñarle a respirar profundamente a Edgardo. Entre el gato y la voz ronca de Edgardo consiguieron poner al yonkie en el ascensor, cuando ya Buster Keaton, Nijinski y Virginia Woolf habían rodeado al nuevo personaje y Keaton llegó a preguntar:
-¿Va a quedarse el chino en este armario?
-No soy chino, me fumé uno.
Virginia Woolf se prendió el gorrión en la cabeza y hasta se durmió un rato así, pero el pájaro pedía libertad. Nijinski daba saltos de figurín a figurín, pero quedó mucho menos Nijinski después de que vimos volar al sencillo pájaro, entrando en el cielo como en su casa.