martes, 29 de abril de 2008

El invierno, vos lo recordás, fue aquel café con música de jazz y con cianóticos, el muchacho que se sacaba la cabeza, la ponía a un lado, y tenía otra debajo y seguía hablando, el anciano de harapos y conceptos que se dejaba presidir por el reloj socrático del lunes, la luz de las tortillas, la pipa de Magritte aún no especificada por Foucault , homosexuales de buzo muy rojo, con el vello asqueroso, nemeroso, por el mentón infiel, tan inseguro, o la larga noche de té con limón, que nos regodeaba el corazón y nos llenaba la memoria de amargor. El invierno, Nicolás.
La flamboyante claridad de media noche, cada cual en su globo, cada cual con su mono, un vendedor de cabezas cortadas, sangre de acuarela, anilinas proféticas de una bohemia ya con otro nombre, el que dice unos versos de amor sin convicción, y la pareja negra, de gran fieltro, de la chica linda, armoniosa de ignorancias y el que estaba en el inodoro, con el pantalón ni subido ni bajado, escribiendo hijo de puta, qué buena estás, celia, políticos de mierda, y la A de anarquía, que metía en un redondel insuficiente, encerrando su noche, su destino, el mal pulso ya eterno de su corta vida, en ese redondel definitivo, del que la A se le escapaba como una mariposa que se vuela del cazamariposas más tonto.
Mariposas del tiempo en torno del frondor de los relojes, que orientaban la noche como brújulas equivocadas, el que tenía una pierna sobre el mostrador, desconyuntada, para agarrarla luego a la salida, como si fuese una muleta, y el jazz en la tarima, naciendo muerto del piano hueco, de la trompeta ciega, del gran violón que un funcionario tocaba sin quitarle la funda, pasándole el arco, adivinatoriamente, por encima. qué música enfundada, qué música tan a oscuras daba el cello, o como eso se llame.
El invierno, Nicolás, amor, vos lo recordás, fue ese café, ese patio con guardias y con drogas, esa plaza de maderamen de oro, ese refugio lento, en que cupimos. Vos tan lleno de música y de miedo, yo tan sorda a la música pero escuchando musicalmente el miedo, que nacía del piano, de la hora, de la pipa/Magritte, del Foucault no leido, del bolsillo. Fue todo eso, y nuestras manos abrazadas debajo del sarcófago azul de la cerveza.

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