lunes, 28 de abril de 2008

Mundos de Liana y Sombra

Edgardo iba al cine y se encontró un pájaro, un gorrión caido de un árbol como un fruto de ceniza y plumas, maduro ya de muerte.
Pero Edgardo agarró el pájaro en sus manos finas, lo puso contra su pecho tenue, le dio el calor del cine y de su cuerpo, y el pájaro despertó y se le fue por una selva fea de pies espectadores, como en un Magritte de sesión continua. Edgardo recuperó el pájaro, lo llevó a su casa, le dio de picotear migas de magdalena y cuidó de que no se lo comiera el gato.
Cuando la libertad del gorrión se estrellaba ya contra la mentira del vidrio de la ventana, Edgardo le abrió el cielo. Hemos perdido un pájaro y hemos ganado un recuerdo leve, pequeño. El gorrión callejero, marplatense y contaminado, queda bordado para siempre en los almohadones de oro que Edgardo nunca bordará.
No borda, Edgardo, pero me cosió un botón de la campera. Le pedí que lo hiciera para andar más defendida en el invierno, y sobre todo, para andar defendida mediante sus manos, más epistolares que costureras. De todos modos, lo hizo muy bien y cada vez que me abrocho contra el viento de la calle, es mi amigo quien me abrocha, aunque vaya yo sola. Lo que pasa es que el día del pájaro, para que no se le escapara, le pidió a un yonkie vecino que le abriera la puerta del departamento, y el yonkie entró con el pájaro y pretendía enseñarle a respirar profundamente a Edgardo. Entre el gato y la voz ronca de Edgardo consiguieron poner al yonkie en el ascensor, cuando ya Buster Keaton, Nijinski y Virginia Woolf habían rodeado al nuevo personaje y Keaton llegó a preguntar:
-¿Va a quedarse el chino en este armario?
-No soy chino, me fumé uno.
Virginia Woolf se prendió el gorrión en la cabeza y hasta se durmió un rato así, pero el pájaro pedía libertad. Nijinski daba saltos de figurín a figurín, pero quedó mucho menos Nijinski después de que vimos volar al sencillo pájaro, entrando en el cielo como en su casa.

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