martes, 29 de abril de 2008

Puedo verte, imaginarte, en las convalecencias blancas de la lejanía. Por alguna razón entran muchas niñas en tu casa. Quizá un familiar que es médico o una tía que es enfermera. o quizá pases tus temporadas de mar en la leprosería dulce de la infancia.
Puedo verte, ahora que no estás, tal como te me describiste a vos mismo, en un lecho de rosas blancas y caracoles antiguos, sentado contra la almohada, la cabeza yugulada de palidez y los brazos extendidos en la colcha, con un libro amarillo, del color de estas hojas, donde se lee esto mismo que estoy escribiendo.
Niñas de tez morena y pecho enfermo, niñas dulcemente foragidas, catarrosas niñas que ha dado a luz el mar, o un naranjo azul, niñas de la mano del día, niñas que van y vienen por la casa y se dejan vestir y desnudar y quieren acercarse hasta tu lecho, para que vos las beses, como algunos niños se acercan a besar a un muerto, y sobre todo para verte de cerca, que sos algo así como lo nunca visto, como un puñado de hierba más los ojos malignos.
Puedo verte, imaginarte en tus convalecencias, vacaciones, fiebres, fumando y leyendo, poniéndote o quitándote las gafas, según que el color del día te guste o no te guste, mientras miles de niñas, una riada de niñas, corren por los pasillos de tu casa, patinan en el pasamanos, se caen por la escalera, lloran de susto al ver el calendario y finalmente se van, cada una con su rosa pequeña de salud en el pecho, o se las lleva el mar, como las trajo, el gran mar del invierno, cálido y holgazán como un pescador que no salió a pescar.
Puedo verte si observo fijamente la luz cruda del día, hasta que mi mirada va madurando el sol y tornando esta luz en el pomelo tierno que es la luz de su costa. Puedo ver tu porro, el libro transparente que estás leyendo y la flor amarilla, grande, abierta que se te trasluce en el pecho, en el ¿alma?

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