lunes, 28 de abril de 2008

Refriega de Narices

A veces, de tarde en tarde, él y yo probábamos la aventura del gran hotel, pedíamos habitación o suite en un gran hotel de la ciudad, como matriculándonos en la asignatura del vivir bien.
Eran unos días de laberinto interior, de subir y bajar en los montacargas de los platos, por asombrar mucamas y gobernantas, de coger en los ascensores, mientras todos los japoneses de Japón, en su isla rectangular de espejos, reian con su risa de palitos y nos hacían reverencias aprobatorias que no sé muy bien si se refieren a mi bella anatomía, a la eficacia de la gestión sexual de mi compañero o al rito en si mismo, ya que los japoneses son tan rituales y quizá consideren very typical esto de coger en los grandes ascensores a la vista de la clientela y con gran incremento (momentáneo) del turismo y sus ministerios.
Es un viaje remoto al centro de la ciudad, a esa cosa manhattánica que tiene todo hotel moderno (los antiguos no son aptos para el caso, por pequeños como pensiones de viuda).
Nos pasamos los días en la habitación, primero cogiendo en una cama y después en la otra (siempre hay dos camas), y luego en la alfombra, en la terraza, en el baño, lleno o vacío, en la ducha, cerrada o abierta, en el armario, tirando toda la ropa al suelo.
Finalmente, saco cosas frías de la heladera, me las tiro en el cuerpo y por un momento tengo las formas de una gran botella de coca-cola, o tengo gusto a Shweppes.
Las camareras y los camareros, el primer día, no reparan en nosotros, pero al segundo ya nos miran con recelo, al tercero con mudo reproche, y al cuarto con terro, convencidos de que somos dos maníacos sexuales y criminales, convencidos de que yo lo voy a asesinar a él o él a mí, con una fanta rota y mellada, de modo que prefieren no entrar en la habitación a hacer las camas ni a nada, por no ser nadie el primero que se encuentre el cadáver o los cadáveres ensangrentados, embalsamados de hilo musical y con un libro en la mano.
Así nos dejan en paz.
Estamos lejísimo de la ciudad sin habernos movido del sitio. Nunca ,en nuestros viajes verdaderos, habíamos ido tan lejos.
El gran hotel tiene siempre un clima de alfombra pesada que nos momifica a todos, y hay que defenderse contra eso leyendo muchos libros de Deleuze, de Lacan, de gente que uno no entiende nada, para acumular desesperación y saltar de una cama a otra, cruzándonos en el salto, hasta que acertamos con el abrazo y caemos trenzados y desnudos sobre la alfombra intermedia, hasta recuperar la dulzura del amor burgués, los muchos metros cuadrados de cama y hasta una punta de sol, como una punta de alfombra del revés, o de colcha rosa, rozándonos un pie.
Digamos que lo nuestro era la contraluna de miel. Lo contrario de lo que hacen los recién casados en un hotel, que es creerse súbditos del mobiliario y la sociedad anónima, comportarse razonablemente, coger sin manchar las sábanas (y mucho menos el empapelado de las paredes) y bañarse continuamente para que parezca que no han estado ahí.
Solíamos irnos de noche, muy tarde, cuando un empleado nocturno, lleno de sueño, que no sabía nada de nuestro amor diurno, nos cobraba la cuenta que le daba la computadora. Es hermoso para mí saber que dentro del gran edificio racionalizado en forma de caja de cigarrillos, quedaba, allá atrás, allá arriba, una hoguera de whisky y has, un tornado de sexo y coca-cola, una viña loca de amor y espejos estrellados de agua tónica. En lo que pensaba en el taxi de madrugada, mientras me besaba en el cuello y escondía en mi melena la nariz europea que no tiene, porque en las refriegas había perdido la nariz.

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