martes, 29 de abril de 2008

Tus pies son como otras manos. Tan dibujados, tan terminados, tan esbeltos y exentos como unas manos. Si él escribiese o dibujase o hiciera punto con los pies, estoy segura de que lo suyo sería una prosa insólita, una estética nunca vista, una textura nueva, única, pedestre, agreste. Alguna vez se lo he dicho:
-Los exámenes escritos tenés que hacerlos con los pies.
Nunca lo he visto agarrar una lapicera con el pie izquierdo, ni creo que sepa, pero la caligrafía que le saliese, mediante ese modo de escritura, sería por si misma fascinante para el docente.
-Te aprobarían por asombro. Aparte de que sabemos cómo discurren nuestras manos, al escribir una carta por ejemplo, pero habría que leer las cartas que se pueden escribir con los pies.
Son unos pies que van pisando siempre, uno delante del otro, la senda estrecha que atraviesa el bosque de su vida, y que sólo él ve.
-Tenés andares de modelo.
-Andá a la mierda.
Con zapatos elegantísimos (que él se pone en contraste con unos jeans impresentables), sus pies van como dos palomas que saben el camino.
Con sandalias planas, sólo un hilo de oro entre dos dedos desnudos, sus pies dejan un rastro de Grecia y Roma en que Grecia y Roma sólo son dos diarios arugados en el viento de la calle.
Con soquetes gordos, blancos y rojos, de colegial, sus pies se infantilizan, embotan su esbeltez en nieve gélida. Lo que más me gustaba, claro, era cuando sólo se dejaba las medias para hacer el amor, y había en ese momento en que le arrancaba uno de ellos, sin mirar, para trenzar mi mano con su pie. Era como despellejar de amor a un niño párvulo.
Pero sus pies, naturalmente, van siempre descalzos. En las cenas, en los gigs, las noches charoladas, los días de invierno y botas, yo puedo sentir, saber que dos pies descalzos, como dos peces desnudos, juegan lejos de mí. Y cuando anda descalzo de verdad, por su casa o por la calle, qué sandalias de oro ondean la cinta en su tobillo.

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