martes, 29 de abril de 2008

M

Cuando aspiraba popper sentía que la cabeza se le volaba hasta el techo, como esos globos con mucho gas, y allí se quedaba su cabecita, como un lujo del artesonado, oscilando vagamente de la sombra de la melena a la sombra de las alturas, mietras sus ojos de niño listo asfixiado por un sátiro en el bosque lácteo, miraban al cielo con lo blanco, o me miraban a mí con lo negro, tendida como estaba yo en la cama, con la campera puesta, leyendo a Colette en un tomo de obras completas que yo misma le había regalado. Le gustaba Colette.
-Dice Colette que al servir el té hay que derramar un poco- habló su cabeza desde el techo-, porque hacerlo bien es de camarero. Es finísimo.
M. tenía el cuello largo como el de algunas esculturas clásicas rotas y empalmadas, a las cuales el empalme les ha dado una esbeltez de cuello que ya es modernidad, belleza moderna y baudeleriana que nunca habría soñado el clásico.
M. tenía los pies más esbeltoo que breves, bellos en todo caso y de un pisar como de modelo de Loewe, incluso cuando se ponía las botas de trapo de jugar al básket, cosa a la que él no jugaba, como a ninguna otra.
M. en el amor se dejaba puestas las blancas medías ásperas de colegial encalcetinado hasta la rodilla purísima y había en ese momento de desesperación erótica en que yo, cion una mano libre, le desnudaba uno de los pies y a él le gustaba tanto. Así era M.

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